A continuación se ofrece la conferencia del catedrático José María Torralba en la Jornada “Teología, Humanismo, Universidad”, celebrada el 17 de enero de 2025 en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, con ocasión de la jubilación del profesor Juan Luis Lorda. El texto se reproduce con algunas modificaciones realizadas por el autor.
Texto íntegro de la conferencia:
Aunque hoy es un día de celebración, de júbilo, he de empezar reconociendo que el título de esta sesión surgió de un obituario. Cuando, hace unos meses, me invitaron a participar en este acto estaba escribiendo una necrológica de Alejandro Llano. En ella me habría propuesto destacar la fecundidad de su vida universitaria.
Quien haya escuchado o leído lo que el profesor Llano tenía que decir sobre la Universidad sabe que era muy crítico con la deriva que había tomado educación superior en los últimos tiempos, especialmente desde la llegada del Plan Bolonia. Entre los males que solía mencionar estaban el descrédito de la lección magistral, un género docente en el que él era particularmente brillante, demostrando ser un auténtico maestro; los procesos de “calidad” con sus encuestas de “satisfacción” a los estudiantes, que consideraba propios de una relación entre proveedores de servicios y clientes, pero no de una comunidad de aprendizaje como es la Universidad; y la proliferación de los rankings, que llevan a enfocarse en el brillo del prestigio otorgado externamente en detrimento del resplandor que una institución es capaz de generar con su luz interior.
Pero no cuento esto para repetir lugares comunes en los cafés de profesores ni para sumarme a quienes achacan todos los problemas al sistema. Pertenezco a la primera generación de académicos que ha tenido que pasar por todos los procesos de acreditación de la ANECA. Además, he sido evaluador de esta agencia y otras similares; y no tengo, por ello, conciencia de haber cooperado, ni formal ni materialmente, con “el mal”. Al contrario, considero que esas tareas de evaluación bien enfocadas contribuyen a mejorar nuestro sistema universitario.
A la vez, es cierto que es necesario corregir el rumbo al que se dirigía nuestro sistema universitario y, sobre todo, el daño que se estaba haciendo a las nuevas generaciones de profesores, a los que se guiaba con un sistema de incentivos basados principalmente en los resultados de investigación medidos a corto plazo. Así lo ha venido señalando la actual directora de la ANECA desde que fue nombrada: “La exigencia de publicar constantemente lleva a un sistema científico de cantidad, no de calidad”. Es necesario volver a los tiempos largos que requiere el trabajo serio y profundo. También ha recordado que los procesos de evaluación deben reconocer el lugar central que la docencia tiene en la tarea universitaria y no desincentivar otras actividades como la transferencia y la divulgación, vitales para beneficiar a la sociedad del conocimiento que se genera en los centros universitarios. En definitiva, se trata de revertir el proceso de “industrialización” al que se estaba conduciendo a la Universidad, como bien ha diagnosticado en su libro el profesor argentino Carlos Hoevel. Y de poner remedio a la “tristeza burocrática” que tan bien ha descrito Remedios Zafra.
Volvamos al obituario. Cada vez son más quienes piensan que la Universidad está perdida, que ha dejado de ser la casa del saber. Se habla incluso de la necesidad de crear instituciones extrauniversitarias donde se refugiarían quienes estuvieran realmente interesados en la sabiduría. Sin embargo, mi impresión es que vidas académicas como la de Alejandro Llano –y, si me permite decirlo, las del hoy aquí homenajeado– demuestran lo contrario. Él mismo se declaraba esperanzado. En una entrevista al final de su carrera académica afirmaba: “Estoy seguro de que, a no mucho tardar, la Universidad reencontrará su alma, precisamente porque creo en la institución académica”. Y añadía, a renglón seguido: “La salvación intelectual está en los libros. El silencioso diálogo de la lectura es la mejor terapia contra el pragmatismo y el funcionalismo”.
Fui testigo, ayer mismo, de la profunda verdad que encierran esas palabras. Tenía clase del Programa de Grandes Libros con alumnos de la Facultad de Ciencias y nos correspondía comentar la Apología de Sócrates. Al hablar sobre esa historia, cuyo centro es qué significa saber y educar, se iluminaba el rostro de mis estudiantes. En un momento dado de la conversación, una alumna planteó que Sócrates hubiera hecho mejor en seguir el principio de “vive y deja vivir”, sin empeñarse en despertar a los atenienses del sueño en el que vivían, con las consecuencias de todos conocidas. La reacción de la mayoría de sus compañeros fue inmediata: “No, no. Necesitamos educadores como Sócrates, aunque nos resulten incómodos. Vivir ‘felices’ en la ignorancia supone, en realidad, llevar una existencia falsa, inauténtica”. Diría que, para ser la primera clase del semestre, no está nada mal que surja un diálogo así en el aula: indica que los alumnos se han puesto ya en el nivel reflexivo de qué hace a una vida digna de ser vivida.
No he venido hoy aquí a decir a que la Universidad ha perdido sus esencias. Sigue siendo la casa del saber, donde se dan las condiciones para que los alumnos accedan a la sabiduría; ciertamente, se trata de una casa algo estropeada, con necesidad de reformas, pero que no se ha derrumbado. Me atrevería a decir –por utilizar la imagen evangélica– que está edificada sobre roca. Es tan larga y rica la tradición de la que nos nutrimos, que estos vendavales que han llegado no se la llevarán por delante.
Quizá lo que necesitamos es recordar que la Universidad es una institución muy peculiar, en la que lo decisivo no son las estructuras ni los procedimientos, sino la comunidad de personas que la constituyen.
El futuro de la Universidad depende de nosotros, los profesores, y de lo que cada uno de hagamos. En este sentido, Alejandro Llano hablaba de la fuerza de las “solidaridades primarias”. Por eso, para tiempos recios como los que vivimos, animaba a sumarse a una rebelión leal a la República de las Letras consistente en “leer, reunirse y hablar”, las tres actividades más propiamente universitarias.
La Universidad es la casa del saber. Mas, ¿qué es la sabiduría? Me permitirán que no recurra a Aristóteles –sería el lugar obvio– para responder. Me serviré de la literatura. Entre las novelas que tienen como trasfondo la vida universitaria hay una que seguramente conozcan: Retorno a Brideshead. El protagonista, Charles Ryder, cuenta de su llegada como estudiante a Oxford: “Al final del primer trimestre tuve mis primeros exámenes parciales. (…) No recuerdo ni una sílaba de ellos, pero el otro saber, mucho más antiguo, que adquirí durante aquel trimestre me acompañará bajo una u otra forma hasta mi última hora”. Ese saber surgió de la relación con su compañero Sebastian Flyte. Entre ellos se fraguó una amistad que, literalmente, le abrió una dimensión de la realidad que hasta entonces desconocía: la de la belleza, la trascendencia y Dios. Por eso, Charles se atreve a sentenciar: “Conocer y amar a otro ser humano, aunque sea uno solo, es la raíz de toda sabiduría”. Esta es la idea que deseaba mencionar. No es difícil descubrir los ecos platónicos y agustinianos detrás de la pluma del autor, Evelyn Waugh.
Al auténtico saber siempre se accede por medio de una relación personal, a través del amor y de la amistad. El amante se siente atraído por la belleza de un alma que posee conocimiento, que es sabia, según no enseñó Platón en El Banquete.
Hoy día, más que nunca, disponemos de numerosos medios para obtener información, adquirir técnicas y desarrollar competencias. Pero eso no es el saber. ¿Por qué? Porque el saber tiene una naturaleza oréctica, es decir, consiste en un deseo; en una necesidad, si se prefiere: la de hacerse preguntas cada vez más radicales, sin conformarse con las respuestas ya disponibles.
El saber nace por contagio. Surge de la pasión que descubrimos en otros, especialmente en los maestros.
Despierta en nosotros la sed de encontrar sentido a lo que hacemos: en nuestra vida, en la profesión, en la sociedad. Por mucho que mejore ChatGPT, y no dudo de que lo hará, nunca será capaz de despertar o avivar el deseo de un estudiante.
Todo esto se aplica también a la forma más alta de saber, la teológica. En su libro Avanzar en teología, el profesor Lorda se refiere a las consecuencias del cristocentrismo para el “modo de aprender o de acercarse a la verdad”. Allí explica que “por su condición de sabiduría, las verdades de la fe sólo pueden ser poseídas en la medida en que son experimentadas y meditadas. El mero conocimiento formal de las fórmulas en que se expresan, aunque tiene un valor, es muy distinto de una auténtica y personal penetración en la verdad; y de un verdadero encuentro con Cristo”. La peculiaridad de la sabiduría teológica es que a ella sólo se accede desde la relación personal con su objeto de estudio: Cristo. Tal es la fuerza de lo que se vive en las aulas de esta facultad que hoy nos acoge. La fuerza de la teología reside en que nos introduce en los misterios divinos; el avance en su conocimiento está directamente relacionado con la unión con Dios, es decir, con el deseo más profundo de un cristiano.
Quienes nos dedicamos a la investigación entendemos bien la relación entre conocimiento y deseo. Max Weber lo describe así en La ciencia como vocación: “Aquel que no es capaz de colocarse, digamos, unas anteojeras y llegar convencerse a sí mismo de que la salvación de su alma está supeditada a la comprobación precisamente de esta hipótesis y no de otra, en este pasaje del presente manuscrito, no está hecho para la ciencia”. Weber se refiere a la necesidad de “poner el alma” en la tarea científica, porque lo que está en juego no es publicar un artículo, ni obtener financiación, sino nuestra propia vida. Una vida que, en el caso de los académicos, tiene en su centro la búsqueda del conocimiento.
Entre nuestros contemporáneos, diría que Zena Hitz –autora de Pensativos. Los placeres ocultos de la vida intelectual– es quien más, y quizá incluso mejor, ha reivindicado el sentido que tiene dedicar una vida al saber. En concreto, al estudio y la educación.
¿Puede la búsqueda de la sabiduría dar sentido a una vida, hacerla valiosa? Se trata de una pregunta que remite a Aristóteles y a si la contemplación es el fin supremo de la vida.
La respuesta es afirmativa, sobre todo si –según se ha indicado– el cultivo del saber no se entiende de modo reductivo como una mera colección de conocimientos, sino como una actividad que se basa en la relación amistosa con los demás.
Ser universitario es una forma de vida, la que hemos elegido los académicos. No es una profesión más. En este trabajo nos implicamos personalmente de una manera poco común. Quizá sea así por lo que he tratado de indicar: aunque no lo formulemos con estas palabras, somos muy conscientes de que el saber se transmite personalmente, a través de relaciones de amistad. Podríamos discutir si un profesor puede ser amigo de sus estudiantes. Considero que sí; desde luego, con una forma de amistad peculiar.
Pero esa cuestión resulta ahora resulta irrelevante. Lo que parece indiscutible es que la vida universitaria se nutre de las relaciones de amistosas entre los profesores (también las hay de distintos tipos; no puede ser igual entre dos colegas que entre un maestro y sus discípulos). La Universidad es un lugar de amistad especialmente para nosotros, los académicos. Si el alimento de la amistad es la conversación, no me resulta fácil imaginar otro lugar en el cosmos donde sea posible mantener diálogos más enriquecedores que aquí: tanto sobre lo divino como sobre lo humano.
A la vez, todos sabemos lo difícil que es iniciar y mantener una amistad. En otra bella novela de ambiente universitario, En lugar seguro, sobre dos matrimonios de profesores, Wallace Stegner –su autor– presenta como característica de la auténtica amistad poder estar seguro de que un amigo nunca sentirá envidia de ti: de tus acreditaciones, de tu popularidad entre los alumnos o de tus éxitos en general. Es posible que entre los académicos el pecado capital sea precisamente ese: la envidia. No hay nada de qué sorprenderse. Así es la naturaleza humana. Pero también somos conscientes de que la fecundidad de un centro universitario depende de la generosidad y del desinterés con el que realizamos nuestro trabajo, es decir, de no andar siempre pidiendo que reconozcan lo que hacemos o recuerden lo mucho que valemos.
Hace poco tuve ocasión de ver el vídeo que se hizo con motivo del cincuenta aniversario de esta Facultad de Teología. Los entrevistados repetían esa idea que es tan propia de la Universidad de Navarra (y de tantas otras instituciones educativas): la actitud de servicio que se muestra en la disposición a anteponer las necesidades del conjunto a las propias. Siempre dentro de lo razonable, como es lógico, porque si la idea de servicio no se entiende rectamente puede conducir a formas institucionales patológicas. Esa disposición es una de las mayores herencias que hemos recibido y de la que nos hemos beneficiado las generaciones más recientes.
Lo dejé por escrito en el libro del 25º aniversario del Instituto Core Curriculum. Lo menciono ahora de nuevo por la estrecha relación de don Juan Luis con el Instituto, desde sus orígenes. Lo que escribí fue que he tenido la fortuna de conocer a docenas de profesores dispuestos a ir un paso más allá de lo estrictamente obligatorio, a dedicar su tiempo a tareas que no les serían reconocidas. Y añadí que en mi conciencia pesaba haber tenido que pedírselo con frecuencia desde la dirección del Instituto. Por eso guardo como un tesoro en mi corazón el ejemplo de esa generosidad, tan fecunda. Creo que nadie se sorprenderá si digo que don Juan Luis nunca dijo que no a lo que se le ha pedido. Es más, cada año venía con propuestas de asignaturas nuevas. Cualquiera que le conozca, sabe que siempre necesita nuevos retos. Como buen universitario, no se acomoda.
Si la Universidad es la casa del saber, estaría incompleta sin la teología. Como escribe San Agustín en las Confesiones: “¿Y qué es el hombre, cualquier hombre, si no es más que hombre?”. Nuestros alumnos tienen la suerte de descubrirlo en las aulas, de no irse del campus como Charles Ryder si no hubiera conocido a Sebastian: viendo la realidad sólo en dos dimensiones. Además, lo aprenden de profesores sabios, que –según explica el profesor Lorda en su libro La vida intelectual en la Universidad– han conseguido hacer una síntesis. Para él, el resultado concreto de una vida dedicada al saber es la capacidad de elaborar una síntesis: “La tarea de cada profesor es lograr la síntesis de su materia. (…) Las síntesis no se producen por sí solas acumulando libros en las bibliotecas, sino ordenando conocimientos en la mente, en ‘una’ mente. (…) A cada profesor, después de años de preparación, le toca extender y equilibrar las síntesis, integrar lo nuevo en lo antiguo, y juzgarlo todo con su conocimiento del alma humana. Los saberes viven en las mentes de sus profesores, cuando dominan sus materias. Entonces se convierten en voces autorizadas”. Don Juan Luis es, ciertamente, una voz autorizada, pero sobre todo es el maestro de la síntesis.
Termino. Cuando concedieron la medalla de oro de la Universidad de Navarra a Alejandro Llano dijo que aquí había rozado con la punta de los dedos eso que se atrevía a llamar felicidad. No sé qué pensará don Juan Luis, pero conociendo su pasión por la docencia, la dedicación generosa a tantas personas y la alegría que se respira en el Colegio Mayor Albayzar, del que es director desde hace largos años, me atrevo a decir que aquí ha sido feliz. Y me permito también darle un consejo, tomando prestadas estas palabras de Sebastian Flyte: “Me gustaría enterrar un objeto precioso en cada lugar donde haya sido feliz y, cuando sea viejo, feo y trise, volver para desenterrarlo y recordar”. Ojalá tengamos ocasión de recordar con usted tantos momentos compartidos de felicidad.